A que no te los pones...
“¿Dónde diablos está? Estoy segura que lo dejé por aquí.” decía mientras colocaba sus manos en la cabeza con los nervios destrozados. Tomó aire y un segundo para mirar la habitación completamente revuelta. Estaba exhausta, profundamente triste, inconsolable. Caminó de nuevo entre los cajones tirados vomitando ropa. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Cómo habían llegado a ese punto? No lo podía creer.
Se sentó en una orilla de la cama hacia la ventana, con la cortina a medio caer con la vista perdida, mirando sin ver. La cruel luz de la mañana acentuaba el color de sus ojeras y el camino que las lágrimas habían dejado en sus mejillas.
¿A qué horas se había hecho de día? No se había dado cuenta hasta ese momento. Se inclinó un poco, tomó una de las frazadas y se acostó en un espacio libre en la cama. Cerró los ojos para poder recordar, para escapar al menos un instante del caos que era su realidad.
Había pasado tanto tiempo. Recordaba el frío que hacía y la lluvia afuera, pero sobre todo ese café. Una sonrisa agridulce intentó aparecer en sus labios, mientras una lágrima tardía la acompañaba. Nunca lo había pensado pero quizás hubiera sido mejor pasar de largo, haber ignorado el clima y llegar a casa antes aunque fuera empapada, así ello significara pasar una semana resfriada. Pero no, entró, aceptó el café y junto con eso a él.
Al inicio pensó que eran tan distintos, tan increíblemente distintos y sin embargo helos ahí, sentados tomando un café, hablando de depredadores y de mandalas. “¿Por qué me detuve, por qué…?”- dijo con un hilo de voz.
“Levántate” - se dijo, poniéndose de pie como una autómata, mirando sin fuerza todo lo que se encontraba regado por el piso. -“Empieza por un lado, tan solo una cosa a la vez” pensó.
Volvió la vista a la ventana mientras una persona curiosa miraba sin respeto hacia dentro por el ángulo que la cortina formaba deteniendo un poco el paso. Suspiró. “¡Pinche gente entrometida!” dijo en voz baja y colocó el cortinero en su lugar.
”¡Es de noche y está lloviendo! ¿Qué no lo ves? ¿Eso es lo que quieres?” - recordó decirle.
“Si, ahí fue cuando se cayó la cortina…”- murmuró. Siguió caminando por la habitación. Tomó los cajones para colocarlos en su lugar. Primero pensó que debía guardar las cosas y ya acomodadas, ponerlos en su sitio pero se preguntó: “¿Qué debo guardar?” Las lágrimas aparecían a la menor provocación.
La maleta. Ahí seguía la maleta y apenas la había visto.
Puso todos los cajones en la cómoda y recogió las lámparas de noche, los portarretratos y miró el tocador. ¿Cómo pasó eso? Nunca se creyó capaz de algo así. Tomó el bote de basura y se sentó en el piso a recoger las cosas que habían estado sobre él y ver qué servía aún. La batalla había sido campal y aún no se contaban las bajas. ¿Había perdido?, ¿Había ganado? Solo el tiempo lo diría. Por el momento solo tenía en mente algo. Tenía que encontrarlo. Estaba segura de haberlo visto. Se levantó y siguió recogiendo objetos tirados aquí y allá, doblando ropa y poniéndola en el diván. Después decidiría qué hacer con ella, pero tenía que poner en orden ese lugar primero, tenía esa meta fija en la mente. Pronto la cama estuvo arreglada y sobre ella, extendido se encontraba ese calcetín rojo burlándose de ella. Continuó arreglando por aquí y por allá.
Siempre había sido más prudente. No se había atrevido siquiera a arrojar un vaso en medio de una discusión pensando que de cualquier forma tendría que barrerlo más tarde, así que le resultaba increíble como pudo convertirse en ese tornado que había vuelto un caos esa habitación, su habitación. Ésa que les había visto amarse tantas veces, la que guardaba sus secretos, sus suspiros, los sueños que habían construido durante tanto tiempo y que ahora había sido testigo del derrumbe de todo.
-”Debo irme, ya no tengo nada a qué quedarme” -le dijo.
-”Por favor, no te vayas, no me dejes así” recordó escucharse.
-”Nos lo prometimos. Fue lo único que nos prometimos” -le respondió él mientras se le quebraba la voz.
- “¡Lárgate entonces!” -gritó con todas sus fuerzas. “¡Llévate todo! ¡No dejes nada, no quiero nada tuyo aquí!- y comenzó a abrir los cajones con furia mientras sacaba la ropa arrojándola al suelo en medio de lágrimas histéricas, hasta que las fuerzas la abandonaron y se dejó caer al suelo de rodillas murmurando: “vete, vete de una vez…”
Fue entonces cuando él tomó la maleta y comenzó a recoger algunas cosas del piso y aventarlas adentro con los ojos nublados por las lágrimas contenidas, mirándola de reojo en el piso llorando en silencio, completamente derrotada, tan distinta de cuando la conoció.
Salió de la habitación un instante para volver y preguntarle
-“¿Has visto mis calcetines rojos?”
Le miró con incredulidad. Dio un vistazo a la habitación y se detuvo en su mirada como diciendo: “¿Crees que sé dónde está cualquier cosa en medio de este caos? Pero la verdad, era que si los había visto, hacía apenas un momento los había tenido en las manos, sabía que eran sus favoritos y pensó, con el razonamiento de una niña, que si no aparecían él jamás se iría.
Él salió de nuevo y la dejó ahí. Ella los extendió sobre la cama uno junto al otro. Sonrió de nuevo con infinita tristeza. “¡A que no te los pones!” -le dijo riéndose. “A que no te los llevas a la cena…”
Él se rió con esa risa sonora que la tenía atada, con la que había hecho que se enamorara de él. “¡A que sí!” y les quitó la etiqueta y comenzó a ponérselos. ¡Qué noche! Cómo habían bailado y reído esa vez. Qué felices eran entonces.
Escuchó sus pasos y solo alcanzó a tomar uno antes de que entrara. “Ahí están. Los encontraste...” - le dijo.
“Solo uno. No sé donde está el otro”- Respondió mintiendo.
Después cuando volvió a salir, no lo encontró de verdad. Si al menos lo encontrara, si pudiera ponerlos frente a él y volverle a decir “¡A que no te los pones!” Pero se hacía tarde y no lo encontraba.
Finalmente él entró en silencio, tomó la maleta y se detuvo junto a la cama. Vio el calcetín y después la miró a ella. Meneó la cabeza, tomó el calcetín, lo guardó en el bolsillo y salió de la habitación.
Caminó lentamente hasta llegar al auto. Se sentó, puso las manos en el volante y suspiró. Suspiró por todos los besos que les faltaron, por los sueños que dejaron a medias, por los secretos, por los gritos y los silencios, por la sonrisa que jamás vería de nuevo y que le mataba, pero sobre todo por la hora que ella pasó buscando el calcetín rojo que traía en la mano, en lugar de pedirle tan solo una vez más que se quedara.