domingo, 24 de junio de 2018

Act. 2 A ojo de buen cubero.


Me gusta cocinar.  Mucha gente diría que por el contexto de lo cotidiano en mi vida, no lo parece, sin embargo, si me gusta.  El problema en realidad es el tiempo.  Odio cocinar con hambre y con prisas.

Vengo de un familia de cocineras de abolengo, por decirlo de cierta manera.  Mi abuela era una diosa en la cocina.  Sabía hacer de todo desde un té de manzanilla hasta el platillo de cocina tradicional mexicana más elaborado.

Mi madre es muy buena cocinera también (debo reconocer, que es difícil superar a mi abuela) pero ella es más de cocina cotidiana.  Aunque tiene sus cartas fuertes.   Lo mejor de mi madre y mi abuela es que cocinan a ojo de buen cubero.   La única forma de aprender a cocinar con ellas era viéndolas.   No saben de medidas, tiempos (excepto la olla de presión) ni recetas. Así que crecí con conceptos tales como: “Cuando la masa se sienta así…”  “Le pones tantito (lo que sea)”, “Cuando suene así”, “Cuando huela así”, “Cuando se vea así…” por lo que me resulta imposible darle a la gente una receta también.   Nunca supe si era la práctica, si era estrategia para no compartir recetas familiares o que, pero así cocinamos las mujeres de esta familia, A ojo de buen cubero.

Uno de los platillos fuertes de mi madre son sus albóndigas.   Nunca he probado unas mejores, ni siquiera las de mi abuela.  Fue de las primeras cosas que me enseñó cocinar.

La comida, siempre ha sido el punto de encuentro de la familia.  La manera en la que nos consentían en nuestro cumpleaños, a tal grado, que cuando se acerca esa fecha, mamá no pregunta “¿Qué quieres de regalo?” sino “¿Qué quieres que te haga de comer?”.  Me acostumbré a la comida rica, elaborada, hogareña.  Por eso detesto cocinar con prisa.  Me gusta crear, me gusta picar con calma los ingredientes, oler lo que voy preparando.  Recordar a mi abuela mientras cocino y de vez en cuando llamar a mi madre para recordar el tantito de algo que se me está olvidando de la receta.

Nuestros recuerdos y anécdotas han estado acompañados de comida, de la cotidiana, de las especiales.  De los días en los que nos tocaba probar algo nuevo o cuando entraba del colegio y percibía ese delicioso aroma de tomate y chipotle que anunciaba las albóndigas de mi madre y me apresuraba a cambiarme el uniforme para poner la mesa y preparar la limonada.
O las fiestas donde hacía su pizza de masa crujiente y espagueti a la boloñesa.

Pero la estrella principal, el nirvana, es su flan.  Jamás he probado uno igual.  Mi madre no es una persona que destaque en la creación de postres, sin embargo, hace el mejor flan napolitano del mundo y siempre hace uno en mi cumpleaños.  Nunca pido pastel y la comida puede variar, pero el flan es como un abrazo, como ese cariño que cada vez mi madre que no cocina pasteles me daba.   Ese flan que me regresa a mis cumpleaños de niña, ese flan que nunca me ha salido igual que a ella.

Me gusta cocinar, me gusta disfrutar de los aromas de la comida, pero sobre todo me gusta pensar que algún día ingresaré al salón de la fama de las cocineras de la familia y haré prodigiosos platillos así, a ojo de buen cubero.

miércoles, 13 de junio de 2018

Act. 1. Lo que no soy


Una máxima que me gusta tener presente es la del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo” y ciertamente pienso que es un saber que el ser humano construye constantemente a lo largo de su vida.  A veces lo alcanza a vislumbrar parcialmente, sinceramente dudo que alguien sepa por completo lo que es o no es. Primero porque no siempre nos agrada todo lo que somos, porque nos sentimos en deuda con lo que quisiéramos ser o porque simplemente cambiamos tantas veces en este trayecto que al vernos en retrospectiva nos damos cuenta de que no nos parecemos nada, o nos parece que ese yo de hace algunos años fuera otra persona, alguien que vemos de fuera, casi como un viejo conocido.

Creo entonces que aún no podría decir quien soy o quien no soy de un modo infalible.  Solo sé que soy un ser en construcción y deconstrucción constante. Pero en esta etapa de mi vida, creo que puedo definir en parte que no soy.

No soy perfecta, pienso que ni siquiera perfectible. Y éste es uno de los descubrimientos que mas me ha costado.   Luché durante años por serlo, casi muriendo en el intento. Me cansé de tratar de serlo por tantas y tantos hasta que un día decidí ser un simple mortal, un ser humano imperfecto, tratando de ser lo que soy en este punto de mi vida.

No soy buena.  Mucha gente cree que sí, pero yo no lo considero de esta forma.  La bondad es algo demasiado grande para mí. Apenas aspiro a dañar lo menos posible, a minimizar mi paso accidentado en la vida de las personas.  Tengo tantas fallas, tantos defectos que esa etiqueta de “buena” que me han pegado, la verdad me pesa bastante.

No soy una persona fácil de llevar, soy complicada, terca, voluntariosa, necia a veces (muchas) y por ello me sorprende muchísimo la cantidad de personas que muestran afecto hacia mi.  Aún no los entiendo.

No soy de un solo amor, ni de amores a medias.   Cargo dentro de mí, muy dentro a veces, varios amores, al estilo de los fantasmas del viejo Scrooge; pasados, presentes y futuros, además de diversos tipos, pero eso sí, siempre muy intensos, intempestuosos, explosivos.  No sé amar de a poquito, echo toda la carne al asador y a veces eso no resulta bien, pero creo que si amas hay que aventarse con todo o mejor no hacerlo. Soy así, no puedo evitarlo.

No soy lo independiente que yo quisiera.   Aún me pesa la opinión de los demás sobre mí, aún intento impresionar, aún requiero de los consejos y reafirmación de otros.   Algo más en lo que sigo trabajando.

No soy un ser terminado, no me parezco a quien era hace cinco años, y no tengo ni puta idea de  cómo seré en cinco más, solo sé que no seré igual y que no tengo garantía de ser mejor o peor, solo diferente y eso me hace tener un poco de esperanza.

No cabe duda lo curioso que resulta que, en un afán de definir lo que no soy, muestre mucho de lo que sí soy.  ¿Será que que hay algo positivo en la negación?

viernes, 15 de diciembre de 2017

Actividad 5 El calcetín rojo.


A que no te los pones...

“¿Dónde diablos está? Estoy segura que lo dejé por aquí.” decía mientras colocaba sus manos en la cabeza con los nervios destrozados. Tomó aire y un segundo para mirar la habitación completamente revuelta. Estaba exhausta, profundamente triste, inconsolable. Caminó de nuevo entre los cajones tirados vomitando ropa. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Cómo habían llegado a ese punto? No lo podía creer.

Se sentó en una orilla de la cama hacia la ventana, con la cortina a medio caer con la vista perdida, mirando sin ver. La cruel luz de la mañana acentuaba el color de sus ojeras y el camino que las lágrimas habían dejado en sus mejillas.
¿A qué horas se había hecho de día? No se había dado cuenta hasta ese momento. Se inclinó un poco, tomó una de las frazadas y se acostó en un espacio libre en la cama. Cerró los ojos para poder recordar, para escapar al menos un instante del caos que era su realidad.

Había pasado tanto tiempo. Recordaba el frío que hacía y la lluvia afuera, pero sobre todo ese café. Una sonrisa agridulce intentó aparecer en sus labios, mientras una lágrima tardía la acompañaba. Nunca lo había pensado pero quizás hubiera sido mejor pasar de largo, haber ignorado el clima y llegar a casa antes aunque fuera empapada, así ello significara pasar una semana resfriada. Pero no, entró, aceptó el café y junto con eso a él. Al inicio pensó que eran tan distintos, tan increíblemente distintos y sin embargo helos ahí, sentados tomando un café, hablando de depredadores y de mandalas. “¿Por qué me detuve, por qué…?”- dijo con un hilo de voz.

“Levántate” - se dijo, poniéndose de pie como una autómata, mirando sin fuerza todo lo que se encontraba regado por el piso.  -“Empieza por un lado, tan solo una cosa a la vez” pensó.
Volvió la vista a la ventana mientras una persona curiosa miraba sin respeto hacia dentro por el ángulo que la cortina formaba deteniendo un poco el paso. Suspiró. “¡Pinche gente entrometida!” dijo en voz baja y colocó el cortinero en su lugar.

”¡Es de noche y está lloviendo! ¿Qué no lo ves? ¿Eso es lo que quieres?” - recordó decirle. “Si, ahí fue cuando se cayó la cortina…”- murmuró. Siguió caminando por la habitación. Tomó los cajones para colocarlos en su lugar. Primero pensó que debía guardar las cosas y ya acomodadas, ponerlos en su sitio pero se preguntó: “¿Qué debo guardar?” Las lágrimas aparecían a la menor provocación.
La maleta. Ahí seguía la maleta y apenas la había visto.

Puso todos los cajones en la cómoda y recogió las lámparas de noche, los portarretratos y miró el tocador. ¿Cómo pasó eso? Nunca se creyó capaz de algo así. Tomó el bote de basura y se sentó en el piso a recoger las cosas que habían estado sobre él y ver qué servía aún. La batalla había sido campal y aún no se contaban las bajas. ¿Había perdido?, ¿Había ganado? Solo el tiempo lo diría. Por el momento solo tenía en mente algo. Tenía que encontrarlo. Estaba segura de haberlo visto. Se levantó y siguió recogiendo objetos tirados aquí y allá, doblando ropa y poniéndola en el diván. Después decidiría qué hacer con ella, pero tenía que poner en orden ese lugar primero, tenía esa meta fija en la mente. Pronto la cama estuvo arreglada y sobre ella, extendido se encontraba ese calcetín rojo burlándose de ella. Continuó arreglando por aquí y por allá.

Siempre había sido más prudente. No se había atrevido siquiera a arrojar un vaso en medio de una discusión pensando que de cualquier forma tendría que barrerlo más tarde, así que le resultaba increíble como pudo convertirse en ese tornado que había vuelto un caos esa habitación, su habitación. Ésa que les había visto amarse tantas veces, la que guardaba sus secretos, sus suspiros, los sueños que habían construido durante tanto tiempo y que ahora había sido testigo del derrumbe de todo.

-”Debo irme, ya no tengo nada a qué quedarme” -le dijo.
-”Por favor, no te vayas, no me dejes así” recordó escucharse.
-”Nos lo prometimos. Fue lo único que nos prometimos” -le respondió él mientras se le quebraba la voz.
- “¡Lárgate entonces!” -gritó con todas sus fuerzas. “¡Llévate todo! ¡No dejes nada, no quiero nada tuyo aquí!- y comenzó a abrir los cajones con furia mientras sacaba la ropa arrojándola al suelo en medio de lágrimas histéricas, hasta que las fuerzas la abandonaron y se dejó caer al suelo de rodillas murmurando: “vete, vete de una vez…”

Fue entonces cuando él tomó la maleta y comenzó a recoger algunas cosas del piso y aventarlas adentro con los ojos nublados por las lágrimas contenidas, mirándola de reojo en el piso llorando en silencio, completamente derrotada, tan distinta de cuando la conoció. Salió de la habitación un instante para volver y preguntarle -“¿Has visto mis calcetines rojos?” Le miró con incredulidad. Dio un vistazo a la habitación y se detuvo en su mirada como diciendo: “¿Crees que sé dónde está cualquier cosa en medio de este caos? Pero la verdad, era que si los había visto, hacía apenas un momento los había tenido en las manos, sabía que eran sus favoritos y pensó, con el razonamiento de una niña, que si no aparecían él jamás se iría.

Él salió de nuevo y la dejó ahí. Ella los extendió sobre la cama uno junto al otro. Sonrió de nuevo con infinita tristeza. “¡A que no te los pones!” -le dijo riéndose. “A que no te los llevas a la cena…” Él se rió con esa risa sonora  que la tenía atada, con la que había hecho que se enamorara de él. “¡A que sí!” y les quitó la etiqueta y comenzó a ponérselos. ¡Qué noche! Cómo habían bailado y reído esa vez. Qué felices eran entonces. 

Escuchó sus pasos y solo alcanzó a tomar uno antes de que entrara. “Ahí están. Los encontraste...” - le dijo. “Solo uno. No sé donde está el otro”- Respondió mintiendo. Después cuando volvió a salir, no lo encontró de verdad. Si al menos lo encontrara, si pudiera ponerlos frente a él y volverle a decir “¡A que no te los pones!” Pero se hacía tarde y no lo encontraba.

Finalmente él entró en silencio, tomó la maleta y se detuvo junto a la cama. Vio el calcetín y después la miró a ella. Meneó la cabeza, tomó el calcetín, lo guardó en el bolsillo y salió de la habitación. Caminó lentamente hasta llegar al auto. Se sentó, puso las manos en el volante y suspiró. Suspiró por todos los besos que les faltaron, por los sueños que dejaron a medias, por los secretos, por los gritos y los silencios, por la sonrisa que jamás vería de nuevo y que le mataba, pero sobre todo por la hora que ella pasó buscando el calcetín rojo que traía en la mano, en lugar de pedirle tan solo una vez más que se quedara.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Actividad 4.5 Escribe libremente.

De niñas, mujeres y juguetes.

Casi es Navidad, y como todos los años, todo incita a las compras, a consumir y por supuesto, no pueden faltar los regalos de Santa, así que todos los medios bombardean a diestra y siniestra con los mejores juguetes para que los niños elijan aquellos que irán en la carta que el panzón recogerá en la madrugada, dejando el preciado regalo a cambio de ella y unas galletas con leche.

Generalmente estaría brincando en un pie de felicidad en la navidad pero no es así. Mi vida se encuentra en medio de muchos cambios, entre los cuales el más grande es haber abandonado la profesión que he ejercido durante diecisiete años para dedicarme por mi cuenta a algo completamente distinto.  Quizás sea la falta de las dichosas prestaciones de fin de año, o estos meses de ajustes, pero estoy algo apática hacia las fiestas.  Cobijada con este sentimiento miro la televisión con sus películas navideñas y sus miles de comerciales de juguetes con un dejo de fastidio.  De pronto, veo algo que había olvidado: Todos los comerciales de juguetes para niñas son bebés, cosas para cocinar o princesas.  Si, ya lo había pensado antes y todo pero hoy lo volví a ver; mientras que los niños pueden ser lo que ellos quieran, las niñas son entrenadas para ser madres y esposas. Y entonces pienso en mí.

Yo soñaba con eso, con ser la esposa y madre feliz y perfecta, y obvio toda mi fantasía pueril incluía la casa con la cocina luminosa, yo de vestido y mandil preparando los alimentos para mi familia mientras mi perfecta hija con un hermoso vestido jugaba con sus muñecos a tomar el té mientras llegaba el hombre de la casa a completar la escena.  Lo pienso y no puedo evitar una pequeña risa irónica. Nunca fui consciente en esa época de lo violentamente estereotipada que era mi visión de lo que sería mi futuro y esa niña que era jamás podría imaginar lo distinta que sería mi vida hoy, quizás en algún momento hubiera sido posible pero ahora no, no soy material para ser una Stepford wife.

Escribo esto de noche, mientras todos en casa duermen ya, entre la pausa de los trastes y la barrida, y es impresionante ver cómo detesto las labores domésticas, lo hago porque los amo y esta casa debe ser habitable, pero no me entusiasma.  Aborrezco el encierro de la casa.  Disfruto una o dos semanas de vacaciones en casa, relajándome, pero más tiempo, me vuelve loca.  No soy el ama de casa ideal, ni la esposa perfecta, y ni mencionar lo de ser una madre modelo.  Soy yo, simplemente una madre que trabaja y trato de ser feliz con ello. Dejé atrás las expectativas, los roles autoimpuestos y los estereotipos, o bueno algunos.

Creo que por eso me encanta mi hija, ¿Recuerdan esa hija perfecta con su vestido hermoso jugando al té?, no existe.   Tengo una hija que juega a las Tortugas Ninja, que tiene unos chacos con los que persigue a su papá diciendo “¡pelea, pelea!” y que cuando vamos al súper, pide un carro nuevo para su pista, pero llega al auto y abraza a su caballo y su perro de peluche, que juega con sus dulces a hacer comida como su papá.  Es un ser increíble que no encaja en estereotipos, que jamás elige el rosa que le agrada a su madre, que quiere jeans y cola de caballo para poder jugar, pero a veces quiere vestido de princesa.

Y entonces recuerdo que mientras veíamos en la tele un comercial de una muñeca me dijo: “¡Mira mamá, hace popó… guacala!”  y se acuerda que Santa le traerá la granja con animalitos y caballos que tanto quiere.  Yo no sé si ella será mamá o no, si será esa ama de casa o qué, pero por el momento es feliz y al igual que yo, quiere salir, quiere ver que hay afuera, quiere correr, no soporta el encierro y eso me hace feliz.

martes, 28 de noviembre de 2017

Actividad 4.4 Mi monstruo dentro de la pluma.

¿Temor a escribir? Mentiría si dijera que aún lo tengo, creo que hace mucho lo dejé atrás.  Recuerdo los primeros años en los que comencé a escribir, en los que tuve que romper la barrera del miedo y la vergüenza para lograr sacar mis ideas, para que mi imaginación diera a luz a historias, seguramente, precarias, simples, llanas, torpes, pero finalmente mías.  Cuando intentaba escribir aquello que mi mal o buen hábito de fantasear me dejaba crear, siempre venía a mí esa voz que me decía: “¿Seguro quieres hacerlo? ¿Te vas a arriesgar a que alguien más lo lea y se ría de ti?”

Tendría entre ocho y nueve años, para entonces, era una adicta al teatro de Shakespeare, y recién había descubierto que Dumas, el de los Tres Mosqueteros, había tenido un hijo que había escrito “La dama de las Camelias”.  Tantas historias, tantas joyas magistralmente escritas me pesaban demasiado en el lápiz.  Esos libros que amaba hacían que cualquier cosa que yo escribiera pareciera basura pestilente y ofensiva.

Entonces llegaron a mí ideas que no quise olvidar, que me envalentonaron y me hicieron cuadrarme y levantar la cara retándolos.  Me hicieron mirarles en actitud de “me importa un carajo, lo voy a hacer y si no te gusta pues…” y de todas formas dejaba inconclusa la frase mientras las rodillas metafóricas me temblaban, pero igual escribía.

Un buen día mi papá descubrió que bajo la tapa del escritorio de madera, justo donde guardaba las hojas y algunos lápices estaban unos textos míos.   Maldita la suerte de  que mi escritorio estuviera cerca del teléfono y mi papá necesitara un lápiz y papel para tomar notas.  Fue así como los encontró, los leyó y recuerdo que me sentí profundamente contrariada y muy, muy avergonzada.  De hecho dejé de escribir un tiempo, me sentía muy presionada.  Ahora entiendo que era su intento para ayudarme, para hacerme crecer y alentarme a seguir escribiendo pero era una carga enorme para mi.  Solía decirme: “¿Has escrito algo nuevo hoy? Tú tienes un talento, un don y los dones y los talentos si no se ponen a trabajar se pierden.  ¿Recuerdas la parábola de los talentos? Si no lo pones a trabajar, te será arrebatado…”  Me causaba una profunda ira cada vez que lo decía, aún recuerdo a la perfección el patrón de la alfombra que miraba para evadirme.  Sin embargo, si lo pienso en este momento, creo que de cierta manera tenía algo de razón, que si no practicas algo te “oxidas” pero ¡vaya! en aquel entonces tendría unos nueve años y no podía pensar así.

Mi regreso a las letras fue mucho tiempo después, con lo peor que he escrito, lo que llamo la “poesía cursi absurda adolescente”.  Claro, me había enamorado y entonces trataba de plasmar ese nuevo sentimiento de alguna manera para sacarlo y que me dejara funcionar, para que me permitiera concentrarme en lo cotidiano.  Creo que no conservo nada de esa época de mi vida y de verdad lo celebro.  Con los años he descubierto que si hay algo en esta vida para lo que no sirvo (además de la música) es para escribir poesía.

Poco después de volver a la escritura, recordé lo mucho que disfrutaba narrar historias y fue entonces que  decidí comenzar de nuevo a escribir cuentos.  Y de nuevo me senté ante la hoja en blanco con muchos más autores viéndome desde arriba tratando de hacer pininos de nuevo.  ¡Qué miedo sentía! Era peor que cuando solo eran Shakespeare, Dumas y Lewis Carroll,  ahora eran cientos, de diversas épocas y estilos todos  terribles, juzgándome… o al menos así lo pensaba en ese entonces, hasta que lo entendí.  No eran ellos.  Era en realidad mi ego lastimado, el temor de sentirme poco, de sentirme incorrecta, insuficiente.  Se trataba de esa voz que una vez  dijo que no sería nada, que jamás haría nada que valiera la pena, eran las palabras de alguien a quien amaba y admiraba enumerando personas con talento a quienes, en su opinión, nunca podría alcanzar y eso me rompió el alma.  Salí a defenderme como pude pero a los 11 años lo que parece importante para tí, suele ser superfluo para un adulto y si, aún recuerdo esa sensación de los latidos del corazón retumbando en la garganta y los oídos, el ardor de las lágrimas detenidas por orgullo y la promesa de que algún día le demostraría lo contrario.

Fue cuando descubrí lo liberador que era escribir, cuando fuí consciente de que a veces, las lágrimas y la tinta pueden llevarse de la mano para sanar y  fue también cuando supe que tenía que hacerlo primero para mi, que mis letras primero eran mías y después de los demás.  Vinieron cuentos, cartas, historias, vivencias y escribir se volvió parte de mi vida.  Escribir fue mi terapia, mi sanidad.  Bien podía crear o recordar lo que fuera, las letras podían sacar la intensidad de mi sentir y calmarme.

Fue a partir de ese momento que aprendí que si necesito compartir lo que llevo dentro, bueno o malo, si quiero narrar algo que mi imaginación creó mientras fantaseaba, puedo tomar la pluma (o el teclado, en estos tiempos modernos) y exprimir la sangre de ese monstruo y  escribir,  escribir sin miedo, sin vergüenza ni pena.  Escribir con la desfachatez de quien ya no siente que debe redimirse.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Actividad 4.3 Escribe todo mal...

Escribe, deja de hacerte pendeja.  Ahi está la hoja.  No es como si fuera la gran cosa, como si se estuviera decidiendo el destino de la humanidad.  Es una pinche tarea ¿Qué tan difícil crees que sea?
Y sin embargo crees que lo es.  No es que seas tan buena haciéndolo, solo que hasta para cagarla crees que hay que tener talento y ps ese es tu punto débil.

Y lo sabes.  Sabes que lo piensas demasiado, que te aterra equivocarte, salir de donde te sientes cómoda y segura.  Pa que te haces wey, sabes bien cual es el pedo.
Y además te fastidia que estás fuera del plazo de entrega.  No te das permiso de eso y ahora tuviste que hacerlo porque te sentaste todos los días frente a la pantalla sin saber que hacer, así que no te queda mas que el “chingue su madre a ver que sale” y eso te tiene mal.

Peor cuando hay tantas cosas fuera de su sitio, cuando la cabeza está llena de mierda y por más que quieras las cosas no se están dando como quisieras y entonces escribías y sentias que las cosas funcionan bien, que ahi si te va bien y pasa que siempre no, que resulta que hay que equivocarse a drede y te caga la madre.

¿Quién te hizo tanto daño mija? ¿Quién te grabó como con fuego que equivocarse es tan malo? ¿Por qué es tan díficil reírte de ti y de tus errores? Suspiras… que otra te queda?
Pinche Oceransky… neta que no ayudas cabrón (pendeja tú que lo pones, para que te haces si bien que te encanta el pedo?)

No se que sea lo mas malo, escribir esto, la forma en la que lo hago o usar tantas pinches malas palabras, pero la verdad es que esto no me gusta y las majaderías siempre logran ayudarme a sacar el estrés.  Es increíble lo liberador que me resultan:  Puto, Cabrón. Ma´que la chingada, Pendejo...  saben ricas… me gusta como se sienten en la lengua al pronunciarlas además de cómo se siente el cuerpo, el tórax cuando el aire vibra y salen.
Lo gracioso es que es reciente que las digo.  Creo que no debe tener más de 3 años que las uso.  Siempre me cuidé de hacerlo, fui muy propia al hablar, así como me enseñaron, como hablan las mujeres “decentes” (jajajajajajajaja) pero pus como diría una amiga: Ni Pedro dijo Heidi.

Una de las cosas que más me caga es escribir sin decir nada, justo como ahora lo hago.   Creo que las letras que no dicen cosas importantes no debieran de existir, peor si no son cuidadas, si al menos fuera la forma o el fondo pero los dos, se me hace un exceso, pero bueno, al menos se trata de hacerlo mal y creo que cumplo con el propósito.

Son las dos de la mañana y hacen 9ºC.  Tengo frío pero no sueño.  Siempre me desvelo los sábados, tengo ese maldito vicio.  Me gusta el silencio de la madrugada pero siempre escucho música, si, se lo estúpido que se oye pero en mi cabeza tiene sentido, pero se que debo acostarme, mañana llega una duendecilla a mi cama casi siempre a las 7, así que si me apuro puedo dormir algo.

Parece mentira pero llegué al final de la hoja. De alguna manera pude romper el primer párrafo y el trabajo se ha ido formando de a poco.  Creo que es una maraña de sin sentidos pero ni siquiera lo voy a leer.  Dije que sería un “Chingue su madre a ver que sale” y pues esto salió...

sábado, 11 de noviembre de 2017

Actividad 4.2 Consejos para escribir.


"¿Así que te gusta escribir, eh? Mmm, leo que lo haces desde niña. Mencionas también que has participado en concursos escolares y talleres de escritura.  Interesante...

Bueno.  Y entonces, según entiendo, has venido aquí para buscar consejos para escribir mejor ¿es correcto? La realidad es que no tengo muchos ni son muy buenos, pero además no suelo dárselos a cualquiera, solo a quien de verdad los desea.

¡Pero qué descortesía la mía! Toma asiento, nadie debe recibir consejos de pie y sin un té en la mano, sería más bien como un regaño.  Anda, con confianza,  ¿Crema y y dos de azúcar, verdad? 
Pues si, como te iba diciendo, escribir... escribir es algo simple y complejo a la vez.  Es más, para ser sincera, no sé por qué has venido conmigo,  soy todo menos escritora.  Pero en fin, te contaré lo que mi viaje me ha enseñado, lo que pienso que debe hacerse a la hora de escribir:

  • Escribe siempre para ti.  Pueden decirte que pienses a quién va dirigido, en el propósito, o en mercado, pero no lo hagas.  Siempre, siempre, siempre escribe para ti.  Por lo general serás el juez más duro que tengas y al final, sabrás perfectamente para quién es ese texto.
  • Sé sincera, narra desde adentro.  Sea ficción, algo personal o realidad, entrégate en cada palabra.  No existe cosa más chocante que las letras vacías, artificiales o afectadas.
  • Escribe mucho, aún y cuando no tengas esa "gran" inspiración de la que todos hablan.  Escribe de todo, lo que sea, lo mejor es que la inspiración te encuentre trabajando.
  • Lleva siempre una libreta o aunque sea un trozo de papel y una pluma.  Nunca sabes cuando llegará esa idea maravillosa.  No confíes en la memoria, es traicionera y el afán cotidiano la secuestra fácilmente.
  • Olvida la forma, la letra.  Solo deja fluir el texto, ya tendrás tiempo después para releer y corregir.  No te detengas en la forma, es muy tirana y mata la idea, déjala para el final.
  • No temas dejar parte de ti en las letras.  Te sorprenderá ver como te multiplicas si te das como semilla para sembrarte en los que te leen.
  • Nunca trates de ser o escribir como otro.  Jamás lo lograrás y si lo haces, tú misma lo aborrecerás.  Sé fiel a ti, a lo que sientes y eres.  Crea tu propio lugar si lo deseas, es preferible que tratar de encajar.
  • Cuando termines de escribir, revisa solo las veces necesarias.  No corrijas en exceso, puedes acabar destrozando algo bueno intentando buscar inútilmente la perfección.  No existe.
  • Recuerda que lo que escribes es tuyo, pero si nadie lo lee y lo vuelve suyo, es como si no existiera.  Debes dejarle ver la luz, compartirlo, resistir incluso la crítica.  Dos cabezas siempre piensan mejor que una.

¿Escribes todo esto? No lo hagas, no es necesario.  Es más, solo recuerda este último consejo:

Olvida todo lo que te acabo de decir y solo escribe..."